La temperatura ha llegado a tope de 32 grados centígrados, las personas poca atención le dan a la alarmante información ofrecida por el locutor de radio, en realidad todos parecen bastante despreocupados por el reporte del tiempo: igual saben que se deben esconder del astro rey tras la blindada piel del vidrio.
Por la parada por favor - se escuchó a lo lejos una borrosa voz, dando indicaciones desde el otro extremo de la galaxia. Una señora que arrastra un niño de la mano (el infame pero infaltable llanto del infante cubre los oídos de todo aquel que no ha sucumbido en el sopor de este cajón metálico), en la otra mano, un bolso escolar trepado como koala sobre su extremidad.
Natalia por fin decidió desvestir su rostro, revelar aquello que la viene preocupando desde que se montó en este ¿vehículo?; el reloj de arena alojado en la boca del estomago la hace estremecer con cada grano, le preocupa ser víctima de miradas aunque ella permanece aun invisible para el resto de pasajeros: cada quien anda ocupado en el fiel cumplimiento de su rutina diaria. Los colegiales, el que nunca llega temprano al trabajo, los chiquillos que lloran como si estuviese lloviendo, la cesta de hacer mercado custodiada por un par de piernas ya flácidas, cansadas de 47 años de lo mismo. La dislexia de la cotidianeidad les hace imposible observar quimérica pareja.
La calva voz fue remplazada por una balada de los '80, "yo soy rebelde porque el mundo me hizo así" - canturrea una señora con nostálgica garganta.
Parsimoniosamente, Natalia comenzó a deslizar hacía el sur un viejo sweater como si se tratase de una santamaría, prenda del uniforme colegial con olor a flores que amurallaba su cleopátrico rostro y se detiene en unos pechos pronunciados, mientras anuncia la trágica noticia; a su lado se encuentra un muchacho con ojos vidriosos que, disimuladamente, seca una de sus lágrimas que brota de su tez morena, apenas se limita a respirar con un poco de dificultad, se siente cansado, agotado sin haber corrido, diáfana y dolorosamente retira sus lentes, hundiendo suavemente los dedos sobre sus ojos cerrados hasta que el rojo doblega el azul tras sus párpados.
Dime algo - susurró Natalia. Ella no se atreve a romper el silencio que mantiene atado a ambos, prefiere que la canción hable por ella: "porque nadie me ha tratado con amor". Él permanece ensimismado, se encuentra en otro viaje, muy distinto al resto de los pasajeros.
Una parada en seco, el animal se detiene, tiene hambre, desea seguir devorando gente. Uno a uno comienzan a ingresar en su metálico intestino, son demasiados, tras una breve pausa la bestia sigue engullendo sin resistencia ni aparente saciedad los cuerpos que voluntariamente se prestan para ello; sin pretensión de escape, un avezado sombrero se rehúsa a seguir, se queda en la boca de la bestia, ella tampoco desea luchar: ya habrán más. Se escucha un eructo en el tubo de escape, continúa con su marcha por la ciudad.
Natalia toma las manos del condenado, ya está segura del padecimiento, él tiene el pulso adormitado, intenta besarlo pero él no responde, ella retira sus labios para reanimarlo con unas palabras, pero nada, no reacciona. El sombrero los ve, la barba descifra la historia, frunce el ceño y hace una pequeña mueca: poco le importa que el condenado lo vea.
Aquél a quien Natalia castigó en algún momento con sus palabras, despierta de su letargo de un salto, no se había percatado que sus manos aún siguen conectadas a esa perfecta máquina con olor a flores, el pulso, el sombrero, la mueca, el llanto, el calor, el inevitable calor la máquina de flores, de flores.
Ella se desespera, necesita finalizar con el ritual cuanto antes, sabe que tiene poco tiempo para lograr la metamorfosis, y decidida a ello toma el rostro de su interlocutor, le besa, él le huye al gesto pues ahora le toca llevar el mando, el ardor lo hace moverse un poco, él no escapa de ella pero siempre con el control en las manos: el invasor que no quiso ser devorado y que le recuerda que los hombres no se arrodillan ni lloran.
La bestia se detiene, hay una pausa, son vomitados por el animal en la parada Nápoles. Ambos sienten la liviandad del exterior, cada uno a su manera, cada uno creyendo algo distinto: alguien tendrá que imponerse.
Ella sin pena le toca, le recuerda la noticia que lo colocó triste, y deja caer un par de lágrimas de cocodrilo, lo besa, susurra promesas que sabe que sus hormonas no podrán cumplir. Finalmente, a Natalia se le es permitido un par de besos, con el ímpetu derrotero con que un enfermo terminal acepta con estoicismo su destino.
Caminan entre miradas gachas, manos perdidas al sur del ecuador, se avista un portal en una calle ciega. Punto de quiebre: alguien tendrá que imponerse.
El moreno rostro de ojos rojos cambia, las pupilas se dilatan, no hay más canciones ni paradas, no hay talismanes ni conjuros para huir del laberinto de extremidades, todo es silencio, respiración agitada y ansiedad. Las facciones son más duras, lentamente comienza a despertar los sentidos, él tiene hambre y sed a sangre, ella es embestida con fuerza, con furia, con rabia, anhelaba ser amada con el odio que se tienen los amantes, las ropas se mantienen a medias sobre los cuerpos de quienes decidieron hacer de aquel portal su particular espacio de sexo y odio.
Las garras lastiman deliciosamente la piel de Natalia, pero no se queja, jadea, ella goza con el maltrato ahora, ahora es ella quien se entrega, se deja ir, pasó de cazador a presa en un arrebato, quería ser poseída con ansías de animal enjaulado harta del niñato que le daba chocolates a la salida.
Ella llora, llora de felicidad por su tragedia, sabe que desde ese momento no será la única oveja mordida en las noches por aquel infeliz lobo, ella llora, sabe que nada va a ser lo mismo desde que fueron tragados aquel día en el autobús 52.
Por la parada por favor - se escuchó a lo lejos una borrosa voz, dando indicaciones desde el otro extremo de la galaxia. Una señora que arrastra un niño de la mano (el infame pero infaltable llanto del infante cubre los oídos de todo aquel que no ha sucumbido en el sopor de este cajón metálico), en la otra mano, un bolso escolar trepado como koala sobre su extremidad.
Natalia por fin decidió desvestir su rostro, revelar aquello que la viene preocupando desde que se montó en este ¿vehículo?; el reloj de arena alojado en la boca del estomago la hace estremecer con cada grano, le preocupa ser víctima de miradas aunque ella permanece aun invisible para el resto de pasajeros: cada quien anda ocupado en el fiel cumplimiento de su rutina diaria. Los colegiales, el que nunca llega temprano al trabajo, los chiquillos que lloran como si estuviese lloviendo, la cesta de hacer mercado custodiada por un par de piernas ya flácidas, cansadas de 47 años de lo mismo. La dislexia de la cotidianeidad les hace imposible observar quimérica pareja.
La calva voz fue remplazada por una balada de los '80, "yo soy rebelde porque el mundo me hizo así" - canturrea una señora con nostálgica garganta.
Parsimoniosamente, Natalia comenzó a deslizar hacía el sur un viejo sweater como si se tratase de una santamaría, prenda del uniforme colegial con olor a flores que amurallaba su cleopátrico rostro y se detiene en unos pechos pronunciados, mientras anuncia la trágica noticia; a su lado se encuentra un muchacho con ojos vidriosos que, disimuladamente, seca una de sus lágrimas que brota de su tez morena, apenas se limita a respirar con un poco de dificultad, se siente cansado, agotado sin haber corrido, diáfana y dolorosamente retira sus lentes, hundiendo suavemente los dedos sobre sus ojos cerrados hasta que el rojo doblega el azul tras sus párpados.
Dime algo - susurró Natalia. Ella no se atreve a romper el silencio que mantiene atado a ambos, prefiere que la canción hable por ella: "porque nadie me ha tratado con amor". Él permanece ensimismado, se encuentra en otro viaje, muy distinto al resto de los pasajeros.
Una parada en seco, el animal se detiene, tiene hambre, desea seguir devorando gente. Uno a uno comienzan a ingresar en su metálico intestino, son demasiados, tras una breve pausa la bestia sigue engullendo sin resistencia ni aparente saciedad los cuerpos que voluntariamente se prestan para ello; sin pretensión de escape, un avezado sombrero se rehúsa a seguir, se queda en la boca de la bestia, ella tampoco desea luchar: ya habrán más. Se escucha un eructo en el tubo de escape, continúa con su marcha por la ciudad.
Natalia toma las manos del condenado, ya está segura del padecimiento, él tiene el pulso adormitado, intenta besarlo pero él no responde, ella retira sus labios para reanimarlo con unas palabras, pero nada, no reacciona. El sombrero los ve, la barba descifra la historia, frunce el ceño y hace una pequeña mueca: poco le importa que el condenado lo vea.
Aquél a quien Natalia castigó en algún momento con sus palabras, despierta de su letargo de un salto, no se había percatado que sus manos aún siguen conectadas a esa perfecta máquina con olor a flores, el pulso, el sombrero, la mueca, el llanto, el calor, el inevitable calor la máquina de flores, de flores.
Ella se desespera, necesita finalizar con el ritual cuanto antes, sabe que tiene poco tiempo para lograr la metamorfosis, y decidida a ello toma el rostro de su interlocutor, le besa, él le huye al gesto pues ahora le toca llevar el mando, el ardor lo hace moverse un poco, él no escapa de ella pero siempre con el control en las manos: el invasor que no quiso ser devorado y que le recuerda que los hombres no se arrodillan ni lloran.
La bestia se detiene, hay una pausa, son vomitados por el animal en la parada Nápoles. Ambos sienten la liviandad del exterior, cada uno a su manera, cada uno creyendo algo distinto: alguien tendrá que imponerse.
Ella sin pena le toca, le recuerda la noticia que lo colocó triste, y deja caer un par de lágrimas de cocodrilo, lo besa, susurra promesas que sabe que sus hormonas no podrán cumplir. Finalmente, a Natalia se le es permitido un par de besos, con el ímpetu derrotero con que un enfermo terminal acepta con estoicismo su destino.
Caminan entre miradas gachas, manos perdidas al sur del ecuador, se avista un portal en una calle ciega. Punto de quiebre: alguien tendrá que imponerse.
El moreno rostro de ojos rojos cambia, las pupilas se dilatan, no hay más canciones ni paradas, no hay talismanes ni conjuros para huir del laberinto de extremidades, todo es silencio, respiración agitada y ansiedad. Las facciones son más duras, lentamente comienza a despertar los sentidos, él tiene hambre y sed a sangre, ella es embestida con fuerza, con furia, con rabia, anhelaba ser amada con el odio que se tienen los amantes, las ropas se mantienen a medias sobre los cuerpos de quienes decidieron hacer de aquel portal su particular espacio de sexo y odio.
Las garras lastiman deliciosamente la piel de Natalia, pero no se queja, jadea, ella goza con el maltrato ahora, ahora es ella quien se entrega, se deja ir, pasó de cazador a presa en un arrebato, quería ser poseída con ansías de animal enjaulado harta del niñato que le daba chocolates a la salida.
Ella llora, llora de felicidad por su tragedia, sabe que desde ese momento no será la única oveja mordida en las noches por aquel infeliz lobo, ella llora, sabe que nada va a ser lo mismo desde que fueron tragados aquel día en el autobús 52.