Precisar sobre qué escribir resulta un ejercicio
bastante complejo de por sí, pero si esta pretensión literaria nos conduce al
relato de una historia con nombre y apellido, con pasiones y decepciones, como
cualquiera de los mortales, los estigmas de nuestra propia historia nos
convierten, inexorablemente, en un amasijo de contradicciones. Tal vez sea ESA
la verdadera causa y consecuencia de esta historia.
Miguel Guerrero
era un joven común y corriente, más corriente que común, con una vida que de rutinaria
tenía todo: por las mañanas era un mecánico de oficio, mediocre, bastante
distante de esos genios dignos de ser biografiados o al menos de aquél hombre
común que algo distinto aporta a la labor; él era, más bien, uno como cualquier
otro, de los que intentan trabajar dignamente mientras sueñan que la vida les
dará esa ventana de luz que todos buscamos.
Por las noches,
cuando la grasa inserta en los poros de su piel y el cansancio propio de su
profesión se lo permitían era escritor, escribía para mudarse de apartamento,
de vida, para cambiar de trabajo y de nombre, para vivir aventuras, vencer
piratas somalíes: el seducía a las palabras, que tal vez más por pasión de
escritor que por calidad, cumplían todos sus deseos.
En el día, entre
llaves y herramientas se concentraba en su trabajo pero en las noches, largas y
solitarias era cuando realmente se sentía feliz: descendiendo hasta calabozos
oscuros para encontrar grandes peligros y derrotarlos con la gallardía propia
de un caballero de la edad media, o convertirse en un amante clandestino en la
Irlanda que nunca había conocido (ni conocería), o el reportero estrella del
New York Times que investiga los extraños sucesos de un asesino serial en
Manhattan con mayor acierto que la N.Y.P.D.
Poco a poco Miguel
se fue aferrando a ese mundo de fantasías, de irrealidades, pero uno que al fin
y al cabo era lo más cercano que conocía a la felicidad, su vida continuaba
rutinariamente bien, el trabajo en el taller le permitía cubrir los gastos
mínimos para sobrevivir en el apartamentico que compartía con sus padres; no
ansiaba ser un intelectual, un tecnócrata de las letras, aunque tenía
planteado, eventualmente, estudiar cualquier carrera corta y fácil, pensaba que
lo mejor que podía hacer por el orgullo de sus padres era regalarles un título,
únicamente para que adornaran la sala del apartamento y por fin desecharan esa
detestable copia de Van Gogh.
Sin embargo,
había algo que velaba su mente con mayor ahínco y le traqueteaba en la cabeza
una y otra vez: desde hacía mucho tiempo era un ser solitario, y creía haber
entendido porqué: ninguna mujer le resultaba perfecta, al parecer a todas solía
faltarle algo que le hiciera interesarse realmente: algunas tenían un rostro
precioso, de muñeca, pero parecían estar vacías de alma; otras eran muy
agradables e inteligentes pero muy gorditas para el gusto de Miguel; a unas les
sobraba el dinero pero ostentaban un pésimo gusto al vestir, y otras tenían una
hermosa piel y bonitos ojos mientras padecían de una terrible halitosis.
Miguel tenía la
terrible cualidad para hallarle defectos a cualquier mujer que le demostrase el
más mínimo interés, y esta extraña situación ya llevaba acompañándolo desde
hace unos 6 años haciéndose tan insoportable como estoica.
Un día de esos
en los que la estupidez hace estragos en las almas solitarias, Miguel
resueltamente decide buscarle una solución a ese problema de una manera poco
ortodoxa: escribiría al detalle a su mujer perfecta: sus pies, sus rodillas,
sus muslos, su vientre, sus pechos, sus brazos, su cuello, su cara, sus ideas,
sus valores. Deicidio hacerlo con el único propósito de tener una vaga idea de
la mujer que podría realmente desear, luego habría tiempo para encontrarla,
irreal o no al menos ya tendría una referencia.
Y así comenzó el
experimento, Miguel escribía sin cesar: detallaba cada parte del cuerpo de su
amor imaginario con una exactitud rallante en lo pasmosa, con cada palabra
hasta el lector más tonto podría imaginar la belleza de aquella mujer que
con los días iba convirtiéndose en su mayor ilusión, podía pasar semanas
enteras simplemente detallando la firmeza y lozanía de los muslos de su hermosa
Frankenstein
literaria.
Pero lo
verdaderamente difícil lo descubrió cuando advirtió que debía convertirse en el
Monet de su cabeza: definir su personalidad, sus ideas, sus anhelos, sus
lugares, hobbies, deseos, pasiones, decepciones, sabores favoritos, aromas;
descubrió que no era tan sencillo describir a una mujer perfecta, al menos no
si quieres hacerlo correctamente.
Luego de siete
meses, Miguel seguía imaginando a aquella mujer que deseaba alguna vez poder
encontrar, protagonista de una búsqueda que siempre estuvo más en sus
pensamientos que en las calles pero ya no la buscaba como al principio, para
delinear a su mujer perfecta y nada más que eso, quizás hasta como un ejercicio
literario, ahora aquella imagen, aquella mujer, podía significar una idea,
aunque difusa, de lo que podía ser el amor. En algún momento Miguel, en su
mente, ató la idea de aquella irreal mujer con lo real de la compañía femenina.
La buscó en el
metro, en el bus, en la Universidad, en las calles, siempre la buscaba pero
ninguna se parecía a esa que solo él conocía y de la que cada vez se enamoraba
más y más, aun y cuando entre su historia y la realidad, no había más que un
par de cuadernos: definitivamente ella y su búsqueda se habían convertido en el
asunto más importante de su vida.
─ ¿Qué haces con tu
vida Miguel? ¿A quién buscas? – le preguntó un día al tipo que lo miraba en el
reflejo.
Como respuesta solo tenía una mirada perdida frente al espejo y una evasiva
sonrisa. De inmediato apartaba la mirada y se dedicaba a acometer la tarea que
tuviese entre manos; nunca cuestionándose si era sano seguir esperando que
aquella mujer surgiera de la nada.
Miguel despertó
una madrugada sudoroso de delirios, con una idea apoderada de cada uno de sus
pensamientos, misma que decidió combatir aunque sin decisión alguna:
─ Miguel por Dios, basta, ¿Cómo vas a pretender hablar con el papel? ¿Crees
que te va a contestar o estas apostando a la locura total?
─ Es la única manera en que puedo aferrarme a una
mujer, mírame, no tengo dinero, no soy gran cosa, mi físico no está en su mejor
condición, así que si quiero una mujer perfecta, aquí la tengo: es ella. Por
primera vez se respondía a sí mismo, por primera vez tenía las agallas de
argumentar alguna clase de respuesta, al menos en su mente.
─ Está bien, digamos que hablas con ella, que le
escribes algo o como quieras, ¿Qué harás si te responde? ¿Has pensado en eso?
─ Esa es la idea ¿no? Hablar con otra persona y que
esta te responda, esa es la idea básica de un dialogo. A veces no sé de donde
sacas lo que escribes.
─ No te vengas con rodeos, dime: ¿Qué harás si esta
“mujer” te responde?
─ Asumo que sucumbiré a la locura y listo, durante
muchos meses he preferido regodearme en el sabor de lo irreal para no enfrentar
la amargura de la realidad. ¿Qué más le queda a un hombre como yo?
─ Vale, esa es la solución entonces: sucumbir a la
locura. Si estás dispuesto a aceptar las consecuencias que ello conlleva
adelante, creo que ya eres suficientemente adulto para enfrentar las
consecuencias.
─ Es así, me despido de ti por si no vuelvo. Adiós.
Así fue como Miguel tomó la resolución de despedirse
de una parte de sí mismo y abrazar a otra. Decidió empezar de una vez: no había
razones para postergarlo, sentía en su estomago esa sensación de emoción que se
siente cuando estás a punto de entrar a una reunión donde no conoces a nadie:
ansiedad con deseo, creo que esa es la mejor manera de explicarlo.
Empezó, torpemente,
a escribir lo que quería decir, pero descubrió que le fastidiaba y le resultaba
poco creíble, aún cuando de ellas, de las mismas palabras en el papel, hubiese
surgido esta mujer: así que de su imaginación fue construyendo su voz, sus
palabras, su entonación, su acento, su verdadera y última historia…
Lucía… Lucia
resultó ser el nombre de la misteriosa mujer y mientras la iba descubriendo un
poco más, fue conociéndola o tal vez conociéndose, entendiendo que este “amor”
ya había pasado los límites de su propia voluntad, ella le contaba de su vida,
de sus amigas, él la escuchaba calladamente, pocas veces le interrumpía con
comentarios sobre algún detalle cotidiano. Se aferró a lo que algún día leyó de
Pessoa: “que no hay error humano ni literario en atribuir un alma a las
cosas que llamamos inanimadas”.
Procuraba
mantener sus “conversaciones” puramente mentales y absolutamente secretas (no
quería que la gente empezara a pensar que estaba loco). Usaba esos pequeños
momentos en los que podía relajarse y “hablaba” con ella; también solía
describir su vida, quizás con algún agrandamiento oportuno pero siempre con una
sonrisa en la cara. Esa sonrisa de estúpido que todo hombre se ha dado a la
tarea de tener alguna vez.
Entre alguna
conversación, en alguna tarde de ocio, Miguel le preguntó a Lucía:
─ ¿Me quieres?
─ La vida entera.
Esas tres
palabras hicieron que Miguel se enamorara perdidamente de ella (¿ella?), al
punto de consagrar su vida a la mágica compañía de su amante de papel.
Ya le había
restado toda importancia que pudiese haber tenido las opiniones de los demás,
podía pasarse horas ensimismado, hablando prácticamente al aire, mirando hacia
un punto vacío, dialogando con una persona que no existía pero que el anhelaba
y a la cual, aún inexistente, no se atrevía a confesarle que le amaba con
delirios de poeta renacentista.
Fue así como
Miguel, de a poco, se fue alejando de sus amigos, abandonando finalmente la
búsqueda de la Lucía de carne y hueso; su única relación con el mundo real era
el trabajo al cual continuaba asistiendo por mera necesidad ya que de haber
podido se habría ido al lugar que Lucía hubiese escogido para formar un hogar
juntos.
Esa mañana la
madre de Miguel que desde hace algún tiempo venía observando que algo en él no
estaba bien, lo encontró hablando solo en lo que parecía un romántico desayuno
en una mesa para dos, diciéndole a su Lucía que la amaba y que no encontraría
nunca una mujer como ella; su madre, sin inmutarse, nada intentó, pues
reconoció en la mirada del joven enamorado, una locura infinita, mucho más allá
del simple embeleso, era la locura del romántico, la locura del amor de
Quijote, la más hermosa y real de las locuras. Esta era una locura de la cual
su madre sabía que no volvería.
Así entonces en
los días sucesivos arregló todo para que su hijo fuera a vivir a una vieja
casa, que perteneció a sus abuelos, en las afueras de la ciudad, lejos de
terapias, hospitales psiquiátricos y prejuicios; viviendo, o fingiendo hacerlo,
en lo más parecido al hogar de sus sueños, así pasaron los días de Miguel
Guerrero, y las semanas y los meses, en aquel lugar donde a diario cerca del
rio, buscaría las flores que entregaba a su amada cada tarde.
Días antes de
morir, Miguel escribió en la última hoja del cuaderno que atesoraba la vida de
Lucia “El lápiz y el papel fueron mis amigos, me regalaron el más hermoso de
los amores y se convirtieron en los más compasivos verdugos”.