Por quinta vez
esta noche me sirvo un café frio (siempre he encontrado un sabor nostálgico en
la frialdad, cuando acompaña en contra-natura a un café, que en el ideario
humano se concibe bajo la correcta idea de la calidez). Felipe, ese es mi
nombre, un nombre que le debo a la fascinación adolescente de mi madre por un
ídolo generacional de su natal Maracaibo. Este soy yo, y éste, mi patético
intento de catarsis (a fin de cuentas cada quién lleva su propia cruz, pero cómo
nos gustaría compartir su peso) no porque con esto pretenda sanar una herida,
de hecho tal vez como alguna vez escuché decir a Patricio Pron "casi
siempre inconscientemente la intención es abrir la herida y entender cuanto de
enfermo hay dentro…"… no creo mucho en psicólogos, pero hay quién
busca a Dios hasta en el humo de un cigarrillo o se lo inyecta en las venas, ¿quién
puede juzgar que cumpla la recomendación de Laura, mi terapeuta? Una n¡mujer que
con 28 años jamás le han partido el puto corazón… tal vez por eso conciba de
maneras tan ligeras la felicidad, a la larga mejor cargar la mierda a cuestas
que llevarla dentro.
Claudia fue mi
esposa, con ella viví un par de años en centro de Montevideo por Canelones, casi
llegando a la plaza Independencia, eran los años del proyecto de la bonanza
cultural del sur que desangraba a Venezuela y amamantaba a medio continente.
Esa es una parte de la historia que en resumidas cuentas ya se conoce, lo que
nunca he contado es cómo terminó todo, y no lo he hecho, porque según Laura (mi
terapeuta) he reprimido "la falta" y todo lo que ella llama “dolor”
durante este tiempo como un mecanismo de autodefensa, quizás sea cierto o tal
vez sean habladurías tecnificadas (como toda su ciencia analítica) para
justificar todo el dinero que se me va en cada grito de auxilio que acudo a dar
en su consultorio, igual no lo sé, lo cierto es que últimamente vivo corriendo
en mis pensamientos como un perro tras su cola, siempre girando en espiral al
recuerdo de Claudia.
La conocí
cuando me fui a Uruguay… recuerdo una tarde de Mayo cuando se realizaba un
conversatorio de la obra "Una Pica En Flandes" de Daniel Chavarría,
en "El Amuleto" una librería en ciudad vieja, a la cual le
aportábamos subsidios mediante el proyecto de las editoriales del sur
(Venezuela lo hacía, no por la cultura, sino para llenarse de un mal habido
apoyo continental), ella trabajaba en la Universidad de Montevideo, era la
encargada de coordinar las relaciones académicas entre los entes
gubernamentales de Latinoamérica y la Facultad de Humanidades; esa tarde
Claudia y yo éramos los únicos asistentes y coincidíamos en comentar más sobre
su obra que sobre su comunismo y su exilio a Cuba, así que en tono amable
comenzamos a charlar, podría decir que era la primera vez que entablaba una conversación
con algún uruguayo.
Imaginen a un
recién llegado de la Venezuela socialista, representante de un caduco ¿gobierno?,
quién honestamente disiente de la izquierda, que no entiende los modismos
uruguayos, al que no le gusta el futbol y que no disfruta el mate, alguien que
definitivamente necesitaba urgentemente alguna conexión en su nueva realidad.
Las semanas se
hicieron meses y yo seguía sintiendo los rigores del exilio solitario, y no
porque no consiguiese la compañía de alguna mujer (siempre había quien
revoloteara en el banco de al lado en la barra del bar, entre mi cama y su
propia vida). Me aquejaba el peso incómodo de la edad incierta, de entenderse
hombre y quererse eternamente muchacho, tenía 34 años: ya no quería perderme en
la trivialidad de los encuentros sexuales fortuitos y fugaces, en la soledad de
las cenas, que frías se convertían en el desayuno de la siguiente mañana, en el
despertar y entender la idea del hogar sin ambición alguna, pero al mismo
tiempo me negaba a la idea de compartir mi vida con una mujer común, sin más
ambiciones que formar una familia y llevar una “vida normal”, de las que solo
esperaran repetir lo que entendieron como felicidad en el hogar de sus padres
con media vida de casados… ¡NO! No era eso lo que yo deseaba, quería una mujer
lacerante, de esas que te mandan a la mierda y eres tú quien llora, que te dejan,
te olvidan y en un par de semanas una nueva vida le rompe las patas de la cama
y una nueva felicidad les descoloca la pelvis.
Justamente eso
fue lo que encontré en aquella licenciada en Literatura, que me sonrió cuando
le dije que en conclusión me valía mierda el comunismo de Daniel Chavarría pero
que admiraba mucho su escritura, le invité un café, allí hablamos de literatura
contemporánea, de lo que se estaba escribiendo en Venezuela por estos días,
ella había leído algo de Barrera Tyszka (después que ganó el Herralde claro
está), algo de Fedosy Santaella y entre otras cosas recuerdo que mencionò
Méndez Guedez, yo le hable de Caracas, de las historias que se viven y no se
cuentan, de cada esquina de Petare, de la viveza criolla en los vagones del
metro, y hasta de la falta que me hacía el <<malandreo>> de
mi ciudad, lo cual le creó una suerte de morbo y fascinación por el desconocido
<<malandreo>> y por mí: su enigmático y bien portado
embajador.
Una noche vino
a visitarme a mi apartamento y la espere con un disco de Oscar D'leon, una
botella de Cacique 500 y de regalo un ejemplar del libro "Caracas
Muerde" de Héctor Torres, si alguien podía describir la otra cara de
Caracas, era precisamente él. Esa noche en Montevideo fui más Caraqueño que nunca,
al fin por un instante me libre del exilio, del karma de nómada, después de 6
rones nos acostamos en el mueble, tome el libro y busque con detenimiento, y
sonreí nostálgico mientras leía:
"Después de todo en Caracas se vive como en
cualquier ciudad del mundo.
Se vive, se crece, se busca, se encuentra como en
todas partes. Se pierde, se gana, se enamora y se despecha como en cualquier
ciudad del mundo. En Caracas se puede conocer la sorpresa del primer beso, el
concierto de despedida, de la primera cama, de la inesperada reconquista, del
último amor. Como en cualquier ciudad del mundo. Podría decirse que, como en
cualquier ciudad del mundo, en Caracas la gente hasta puede aspirar a ser
feliz."
Justo en ese
instante la besé, la enamoré y le hice el amor como a quién se ha esperado toda
la vida.
La mañana siguiente amanecimos juntos, enamorados, y con un raro optimismo
y una rara disposición de ser una pareja… así comenzó todo. Fuimos novios
durante algunos meses y todo fue perfecto, espléndido, se mudó a mi
apartamento, íbamos a cualquier lugar tomados de la mano, me ayudaba con los
informes que debía pasar mensualmente a la secretaría de cultura de la Embajada,
descubrimos gustos comunes por la lectura, creamos el hábito de leernos en voz
alta los libros que en una ocasión recomendaba ella de la literatura uruguaya,
y en otra ocasión los de autores venezolanos que yo elegía… Hasta compramos un
perro para que viviera con nosotros: Freud, sí, este mismo que está sentado a
mi lado en este momento.
Ella seguía
trabajando en la Facultad y yo a punto de concluir el proyecto para la
secretaría de cultura (que fue lo que me trajo a Montevideo en primer lugar),
estuve evaluando las ofertas de trabajo que tenía, hasta que opte por la mejor
opción y de allí pase de ser un exiliado académico a un refugiado sentimental.
Fue en esos días que tomamos la decisión de casarnos, de darle un cambio a
nuestro estado civil, aunque sin toda la parafernalia que trae una boda, puesto
que ella no tenía familia directa en Uruguay (vivían en Madrid con su hermana)
y yo, pues nunca conocí a mi padre, mi madre había muerto nueve años atrás, y
mi único hermano estaba en Venezuela: ya tenía cuatro hijos y una esposa;
estaba sobreentendido que con una llamada telefónica solventaría su solidaridad
emotiva conmigo.
Y así decidimos
casarnos en la jefatura civil segunda del Barrio Cordón en Montevideo el 26 de
Julio, justo el día que cumplíamos un año y dos días juntos. Hicimos un brindis
en mi apartamento, donde por supuesto no faltó el ya tan consabido Oscar D'leon
y un buen Pampero Oro; solo nos acompañaron nuestros amigos de la Universidad,
Diego, el dueño de El Amuleto y su familia, un par de primas de ella y por mi
parte solo un amigo venezolano que conocí en un bar, que de regalo de bodas me
obsequió un cuatro con tres cuerdas que traía consigo desde su llegada.
Nos fuimos de
luna de miel a Bariloche, Argentina, un lugar de frío y nieve, donde se hace el
amor con la piel caliente causando una sensación que te deja anhelando volver (los
amantes siempre vuelven a Bariloche en busca de antiguas pasiones o al menos la
esperanza de rememorarlas). Fueron días alegres, hermosos momentos, jamás pensé
que podía vivir con tanta plenitud placeres tan convencionales como ir de luna
de miel, pero así fue, nos perdíamos en goces individuales y de pareja:
esquiar, leer, conocer la ciudad, fotografía, vino, y cuando finalmente nos
encontrábamos solos, se encendía en ambos un deseo sin adjetivo calificativo
posible, todo mi Caribe, todo su Sur, toda esa cercanía a la tierra de fuego,
la pasión nos hacía carne.
Al paso de 2
semanas volvimos a Montevideo, y llegamos con la euforia de los recién casados:
buscamos un apartamento más grande, compramos cuadros en una galería de
artistas emergentes que auspiciaba la Universidad, hicimos que nuestros
horarios concordaran lo mejor posible para pasar más tiempo juntos, hasta
inscribimos a Freud en clases para que aprendiera a no destrozar todo lo
que era ahora nuestro nuevo hogar.
Todo era
caóticamente perfecto tras dieciséis meses de matrimonio, pero aparece la
fatalidad de Quiroga y de un zarpazo de su pluma acaba todo… La distancia es un
ente inminente, inevitable y roedor, al menos para personas como Claudia y como
yo. Fui notando como el furor de la pasión se desvanecía de a poco, cómo ya sus
amigos eran cada vez menos míos, y los míos cada vez menos de ella, cómo ya
ninguno de los dos era tan feliz al momento de estar juntos, cómo volvía a ser
el disidente que perdió su asilo, pero aun así manteníamos una relativa calma,
ese placebo de felicidad que nos dosifica el compromiso y la rutina, esa falsa
felicidad que se oculta tras un halo de paz y usa la indiferencia como escudo.
Aun teníamos esa paz, al menos cuando no discutíamos, lo cual ocurría cada vez
con más frecuencia: ese caos de Caracas comenzó a instalarse en nuestro hogar,
en nuestras conductas.
Una madrugada
me despertó una ventisca fría que se coló por la ventana, como una sudestada,
como un frio de muerte, eran las tres de la madrugada. Su cuerpo no estaba a mi
lado, y sentí de golpe cómo el corazón, por un segundo, se disparó hasta mi
boca, como un presagio que bloqueó mis sentidos por un instante. Me incorporé y
fui a la cocina (tal vez un poco de café frio pudiera ahuyentar los cuervos de
la noche, que volaban sobre mi cabeza).
Ella estaba en
la cocina sentada sobre un taburete con sus piernas cruzadas, sus piernas
hermosas, tan hermosas, tan perfectas, pude haber cambiado mi alma por un
instante eterno contemplando esas piernas, lucía ojerosa y tenía en sus manos
un libro de Barrera Tyszka que le había regalado un tiempo atrás llamado “la
enfermedad”. Me miro fijo y sonrió, dijo: “siempre amaré Caracas, porque
siempre te amaré a ti aunque nunca vaya a Caracas y aunque hoy me vaya de ti”
lloró, lloró despacio, lloró para ella, y yo sin entender por qué y tal vez
teniéndolo muy claro, le regalé una lágrima de complicidad que cayó sobre mi pie
descalzo.
Me fui a la
mesa ensimismado en mis cavilaciones, ella un par de minutos después apareció
tras de mí, nos sentamos, yo café en mano y ella con su predilecto mate hasta
que quebró el silencio:
-El amor puede
ser tantas formas… puede ser hasta la nada, hasta puede ser inerte, así, como
este amor tuyo y mío, que hace tanto que está en coma, que así estará
eternamente, aunque nunca muera… Ya viene siendo hora de avanzar. Hoy me voy de
la casa y mañana mandó a buscar mis cosas, perdóname lo que haya que perdonar…
Me dio un beso
en la mejilla y fue a vestirse.
Yo quedé ahí
sentado, languidecido en la silla, como si hubiese cortado mi columna vertebral
con sus palabras, y nunca más pudiese yo levantarme de allí, entre aliviado
porque hubiese terminado e iracundo porque había herido mi ego de hombre.
Vi como
aparecía vestida desde la habitación, dando apenas un par de pasos en lo que
para mí fueron horas, tomó su cartera, la vació completamente sobre la mesa
sacudiéndola un par de veces buscando sus llaves, las tomó, volvió a meter todo
en perfecto desorden, tomó su celular de la mesa de la cocina y sin voltear a
verme, salió para siempre de mi vida.
Que puta mierda
es la vida, esa que estaba poniendo ante mi todo lo que siempre le pedí y aun
así me lo quitaba.
Yo seguía
tomando mi café, sin poder contener una lágrima de soledad, entre la
indignación y la felicidad, escuché sus pasos por las escaleras de nuestro (mío
ahora) piso y luego la puerta de la calle abriéndose para acto seguido
cerrarse, con la furia de quien desecha lo que deja atrás. Justo terminaba el
café cuando escuché, con toda claridad, el ruido de una corneta de advertencia
y de seguidas el chillido de unos frenos siendo clavados inútilmente… volvió a
mí uno de esos instantes de eternidad, al tiempo que un estruendo golpeaba
reciamente contra el cristal de un parabrisas…
Al instante
tuve la certeza de que ese carro la había matado… al correr hacia la calle (no
quise observar por la ventana) me di cuenta que así había sido. Apenas vi como
las luces de un auto se alejaban a toda prisa y la vida, como el amor hacía
minutos, volvía a la nada lejos del cuerpo de mi mujer.
Y bueno… hace
dos meses estoy aquí en Caracas, ciudad de la que tal vez nunca me fui, la que
tal vez me condenó a no poder huir de ella, a veces pienso que estoy maldito y
que a Claudia se la llevó la otra cara de Caracas, la que de no ser por mí ella
jamás hubiese conocido, de la que por mí, tal vez, se contagió su historia.